martes, 4 de enero de 2011

Elena Gosálvez / Diez años sin Patricia Highsmith


Diez años sin Patricia Highsmith

Por Elena Gosálvez


Patricia Highsmith.
Todavía la veo al otro lado de la mesa, cenando un cuenco de caldo y una litrona de cerveza. Con un solo cubito maggi cenábamos las dos. Hablábamos de Graham Greene y otros habitantes de su pasado o nos interrogábamos mutuamente, presas de la misma curiosidad voraz, propia de mis 20 años y de sus vibrantes 74. Me despedí de ella el 16 de diciembre de 1994. Cuarenta días después estaba muerta.
Yo no sabía quién era Patricia Highsmith hasta que un amigo común, el editor Daniel Keel, me comentó cenando en su casa de Zurich que buscaba a alguien que se mudara con una importante escritora norteamericana al Ticino suizo. Estaba enferma y necesitaba un ayudante que supiera inglés, tuviera carnet de conducir y fuera de plena confianza. "¿Qué hago? ¡No puedo poner un anuncio en el periódico!", comentó agobiado. "Iré yo", repliqué sin pensar. Pero era la propia Pat quien se encargaba de remunerar a su ayudante, y también de seleccionarle. Dani me cerró una entrevista para el sábado siguiente.

En el tren, llegando ya a la impresionante región de Centovalli, me terminé El temblor de la falsificación, el primer libro suyo que leía. Había visto en la televisión Extraños en un tren, la primera novela de Patricia que Hitchcock adaptó para la pantalla cuando ella sólo tenía 28 años, pero el libro entre mis manos tenía otra fuerza. En la estación me recogió un divorciado cincuentón que había sido el asistente de la autora durante un par de años, desde el principio de su enfermedad. "Pat es muy especial –me dijo–, pero yo he decidido meterme a monje".
Su casa de una planta era como una U construida con tres cajas de cerillas. Ella misma la había diseñado. Una amplia habitación con baño ocupaba cada palito de la U, dejando cocina y salón en el medio. Cada dormitorio tenía dos ventanales para salir al patio central y al jardín salvaje que rodeaba la construcción. Me senté en un sillón blanco junto a un gato gordo y naranja. Una mujer delgada, vestida con camisa de cuadros y pantalón de hombre y melena canosa hasta la barbilla, algo encorvada y con cara de huraña me saludó amablemente, esforzándose por sonreír.

"Gracias por venir. Dani me ha dicho que eres española pero hablas muy bien inglés y que quieres ser editora. Por cierto: ¿te gusta Hemingway?".
Supe que esa era la pregunta decisiva. Me quedé callada sin saber si era el momento de mentir. Seguro que ambos autores americanos enamorados de Europa habían sido amigos. "No", contesté tajante. Siempre es mejor decir la verdad, especialmente a la gente relevante, porque nadie suele ser sincero con ellos. "¡Odio a Heminway!", chilló Pat desde lo más hondo de su ser. "¿Puedes empezar el lunes?".
Durante las semanas siguientes me pude leer toda su obra cronológicamente, cogiendo las primeras ediciones directamente de la ordenadísima estantería. En el salón estaban sus diarios, que escribió religiosamente desde los 15 años hasta su muerte: más de cien cuadernos tamaño folio que en unos cuantos años se harán públicos. Leía hasta muy tarde, atrapada en su eterna búsqueda del crimen perfecto, en sus cuentos misóginos, en sus héroes reinventados...
Sobre las 9 de la mañana me despertaba la gata naranja Charlotte pidiéndome su desayuno: pulmones de vaca crudos. Los troceaba con las tijeras de cocina y los alvéolos explotaban en el silencio hasta que las noticias de la BBC se encendían al fin en el cuarto de Pat: un día más se había despertado. A los pocos minutos empezaba el estruendo de aquella máquina de escribir donde estaba terminando su última novela, Small G: un idilio de verano. Por superstición escribió toda su obra con esa misma máquina prehistórica. Me iba confiando los folios a un limpio impoluto para que yo se los pasara por fax a Daniel. Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Dos veces a la semana la llevaba en coche al hospital de Locarno.
Extremadamente crítica con su obra, parecía que solamente estaba orgullosa de El temblor, también mi favorita. Su patria natal nunca consideró que la tejana escribiera literatura mayor. La gran editorial Knopf rechazó su genial obra El diario de Edith por no ser una novela "de misterio" y no saber "qué hacer con ella". Mientras, en Europa cada vez era más respetada, llegó a sonar muy fuerte para el Nobel, especialmente cuando se publicó Carol, y hasta los presidentes de gobierno la invitaban a cenar. Solamente las recientes películas basadas en su Ripley han sacado a Pat de secciones secundarias de las librerías de su país, una tierra que abandonó muy joven pero que nunca dejó de querer. Aunque miraba mucho el dinero, no le importaba pagar impuestos en dos continentes para mantener su nacionalidad, sus raíces.



Antes de morir quiso reconciliarse con la memoria de su padre, con quien debió de tener serios problemas en su primera juventud. De pronto le pareció injusto no haber firmado nunca con su verdadero apellido: Plangman. Tampoco olvidó la colonia de escritores que la becó para escribir esa primera obra que, sólo diez días después de ser publicada, Hitchcock compró por 6.800 dólares de entonces. "Cambió mi novela –me confesó–, pero siempre le estaré agradecida porque gracias a él pude seguir escribiendo y viviendo de escribir".
Nunca pudo aceptar que la moral hollywoodiense de la época no permitiera que el malo se saliera con la suya: para ella el antihéroe tenía que triunfar, al menos a primera vista. Sí que le gustaron, sin embargo, las primeras adaptaciones al cine de su serie Ripley, aquellas francesas protagonizadas por Alain Delon. Menos mal que no vio las posteriores, aunque al menos el Ripley protagonizado por Malkovich hizo un gran esfuerzo por respetarla.
Cuando Daniel publicó por primera vez una obra suya en alemán, en 1968, ella le advirtió de que "las críticas no eran muy buenas" y le dijo que esperaba que Diogenes "no perdiera mucho dinero" editándola. En Estados Unidos se estaban negando a imprimir su obra en tapa dura, porque la consideraban propia de bolsillo. Daniel nunca perdió el entusiasmo por su nueva autora, aunque le costó 10 años de buenas críticas colarla en las listas de los más vendidos.
En 1981 ella pagó la fidelidad de Daniel dándole los derechos mundiales de los libros que escribiera a partir de entonces, y a su muerte pasó la gestión mundial de toda su obra a Diogenes. "Tenemos una relación amistosa. Me llama en domingo y los dos estamos trabajando. Para él el domingo es un día más", comentó de él. Después de años, Pat le podía regañar por comprarle unas flores "obscenamente caras" ("y además odio las rosas"), o le podía decir a su mujer que el filete estaba seco mientras Daniel le explicaba qué pasaje de qué novela no le convencía.
Era algo arisca porque renunció conscientemente a muchas cosas para poder escribir, pero merece ser recordada tanto por su calidad literaria como por su personalidad. Pat era modesta, disciplinada, apasionada, detallista, salvaje, honesta... pero sobre todo agradecía profundamente su suerte: la de habernos regalado sus novelas.
Elena Gosálvez es editora de MR Ediciones (Grupo Planeta).




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