jueves, 24 de noviembre de 2011

Tomás Eloy Martínez / El delirio del premio Nobel


Tomás Eloy Martínez
Addenda a “Para que nadie olvide
a Felisberto Hernández”
EL DELIRIO DEL PREMIO NOBEL

Felisberto escribió entre quince y veinte cartas a Reyna Reyes, que sería la última de sus esposas. Maestra célebre, autora de libros clásicos en los círculos pedagógicos del Uruguay (Psicología y reeducación del adolescente, 1954; El derecho a educar y el derecho a la educación, 1965; ¿Para qué futuro educamos?, 1970), Reyna impidió por pudor la publicación de esos textos y los leyó sólo parcialmente a unos pocos íntimos.
En abril de 1974 me leyó la más larga de todas ante un grabador y me autorizó a difundirla, después de verificar la fidelidad de mi transcripción. Esa carta tiene forma de relato y delata una secreta ilusión de Felisberto: ganar el premio Nobel. Fue escrita en la ciudad de Treinta y Tres, el 11 de agosto de 1954.

Reyna, querida niña mía:
Es necesario que conozcas una historia que descubrí esta mañana. Se refiere al Premio Nobel. Ha surgido la idea de un tal Hans Pfeiffer de que en vez de premiar a un creador con dinero se busque la manera de proporcionarle una felicidad más auténtica, más relativa a él mismo, y que no perjudique la obra que aún pueda realizar. Se ha comprobado que el dinero y la fama que resultan del premio trastornan la vida y la obra de quien no está acostumbrado a tenerlos. Entonces, la idea nueva consiste en no declarar a quien pertenece el premio hasta después de su muerte, y con el dinero del premio se cree un grupo de personas, psicólogos en su mayoría, que estudie y favorezca al creador y a su obra en el tiempo que le quede de vida. En síntesis: nada de fama, de dinero ni de ir a cobrarlos a Suecia.
El grupo de personas encargado de beneficiar al premiado se traslada al país de éste y busca la manera de proporcionarle una relativa felicidad que no inhiba su producción.

El primer ensayo está resultando alucinante
Tomaron para el ensayo a un creador de menor cuantía. Se dirigieron al país de él, simularon ser de una sociedad de arte internacional instalada en un lugar alejado de los principales centros y que fuera pintoresco. Citaron a varios artistas, entre los que estaba el designado: estudiaron su vida, su filosofía, su psicología, su metafísica, y empezaron a producirle, por medios un poco previstos y otro poco a experimentar, una especie de locura moderada en sus comienzos, hasta observar cuál procedimiento resultaría efectivo a los fines propuestos. He aquí lo que resultó: el creador, relativo pobre diablo, se encuentra, cuando ya estaba preparado para tolerar esa locura (un tanto paranoica, que ya no era moderada), con una mujer que le parece una diosa destinada a él. El poeta (llamémosle) tiene este primer encuentro cuando ya hace rato que ha anochecido. Cree que conoce a la divinidad desde mucho tiempo antes: ella en el mundo es considerada como una Reyna, y sus antepasados son Reyes, pero quiere aparecer sencilla y democrática.
Allí mismo, un hombre conocido por su genio en la época (Vaz Ferreira) la nombra su secretaria y tiene por ella una admiración en múltiples sentidos, y eso crea en derredor de la diosa envidias y persecuciones corrientes. El poeta tiene oportunidad de llegar a ella, la admira, pero la proximidad del hombre del cual ella es secretaria y la radiante belleza de ella producen en nuestro poeta una ilusión total, y se prepara para llevarla a su mundo abstracto con absoluta separación de la realidad.
Pero la divinidad insiste en atraer al poeta, y se retira a su mundo, y éste, en su idea paranoica tan bien organizada, siente una leve persecución en tonalidad positiva. Ella parece perseguirlo para hacerle bien. Entonces, sufre una nueva alucinación: hay dos amigos del poeta que también lo persiguen para el bien. En estado paranoico no sólo el poeta es elegido para el bien, sino que los cuatro personajes hasta ahora nombrados son de la mejor generosidad e inteligencia.
El amigo tiene un aspecto de otra época, con barba y sombrero aludo, y la esposa de éste es una gran poetisa que no siente envidia de nada ni de nadie (Alfredo y Esther de Cáceres). Estos amigos encuentran a la divinidad y preparan un plan para saludar al poeta.
En la primera escena, en un café de mala muerte, la divinidad cuenta su vida y empieza el deslumbramiento y la locura declarada del poeta. En esa noche y otras muchas no duerme, casi no se alimenta, cree que se afeita y en realidad se araña. Hay otras escenas parecidas en las que el poeta sigue asomándose a los ojos azules de la diosa, y esto aumenta su locura. Ella lo invita a su templo, que simula ser una clase a la que concurren jóvenes maestros que no se fijan en la edad del poeta: todos están pendientes de los labios rojos sobre dientes muy blancos y del más inteligente azul de los ojos de la divinidad.
En otra escena, la paranoia del poeta coordina hechos más irreales: él se encuentra con ella cuando una noche helada cae sobre un inmenso pabellón de rosas; el frío tiene el objeto de alejar a los guardianes y a otras gentes que no sean la pareja, pero ellos no tiene frío, y en pleno invierno ven rosas por todas partes. Allí recibe el poeta por primera vez los labios de la diosa en su boca y comienzan a comunicarse, y a estrecharse sus almas también, con la inocencia de los animales más salvajes.

La rivalidad se hace más intensa
Los amigos del poeta se regocijan. La poetisa teme por instantes los planes del esposo para salvar al amigo. Ella llama la atención a la diosa sobre un aspecto rilkeano del amor: el amor no es dado, hay que crearlo como una forma profunda de poesía integral, común a dos personas. En el instante en que el poeta tiene un principio de angustia, la diosa lo adivina: le envía una carta, lo calma, y el poeta piensa que es pura casualidad.
El poeta tiene que realizar un viaje. La diosa, como en una nueva casualidad, concurre en el momento de la partida, y graba aún más fuerte en el poeta el azul de sus ojos divinos. Y el poeta, en su viaje, no podrá ver ni el paisaje ni el cielo. Al llegar al punto final de su viaje se encuentra con una carta de la diosa, y cree leer lo siguiente: que la diosa lo había despedido agitando un pañuelo. El pañuelo se escapa de las manos de la diosa y vuela por el cielo que el poeta no pudo ver (sólo ve el azul de los ojos de ella), hasta llegar antes que el poeta a su destino. El poeta desdobla el pañuelo y mira, escrito, el encaje de los maravillosos: “Hubieron distancias entre tu soledad y la mía. Empiezo a creer que ya están salvadas”.
El poeta tiene toda la noche en los ojos la poesía en encaje del pañuelo. A la mañana siguiente lo pone en el césped, se arrodilla, y levanta la cabeza con los ojos cerrados para ver el azul de los de la diosa. Y le dice: “Diosa mía, si algún día descubro que no existes ni me quieres, tendré de nuevo la razón que he perdido, y ése será el veneno que me mate”.
Hasta aquí la historia leída. La traducción es tan monótona y pesada que si la vuelvo a leer no te la mando y te quedas sin carta, Reyna querida. De cualquier manera sabrás que no debes pedirme que te escriba mucho, y que el hombre que te ama es irremediablemente tu
Felisberto





Tomás Eloy Martínez

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