viernes, 9 de noviembre de 2012

Tumbas / Borges



Jorge Luis Borges
(1899 - 1986)
Ginebra, Suiza





Una visita a la tumba de Borges, relatada con maestría por John Berger, le sirve al escritor británico para ahondar en el alma del argentino y descubrir sus vínculos con la ciudad donde tuvo su primera experiencia sexual y eligió morir.

John Berger
LA GINEBRA DE BORGES

Ginebra es tan enigmática y contradictoria como un ser vivo. Yo podría rellenar su documento de identidad. Nacionalidad: Neutral. Sexo: Femenino. Edad: (seamos discretos) parece más joven de lo que es. Estado civil: Separada. Rasgo físico: Ligeramente cargada de espaldas debido a su miopía. Observaciones generales: Sexy y reservada. No encontrarán confirmación de estas cosas en guía turística alguna, pero sí en ciertos escritos de Conrad, Graham Greene y Jorge Luis Borges.

Durante siglos, los viajeros de paso han dejado cartas, instrucciones, mapas, listas y mensajes, para que Ginebra los entregue a otros viajeros que llegarán después. 



A comienzos del siglo XX, Ginebra era un lugar habitual de reunión para los revolucionarios y conspiradores europeos, del mismo modo que ahora es uno de los puntos de encuentro de los mafiosos del nuevo orden económico mundial. Y, de forma más permanente, alberga a la Cruz Roja Internacional, a Naciones Unidas, a la Organización Internacional del Trabajo, a la Organización Mundial de la Salud y al Concilio Ecuménico de Iglesias. El 40% de la población es extranjera. Veinticinco mil personas viven y trabajan allí sin papeles. En la ONU, unos 24 hombres trabajan a jornada completa simplemente para llevar archivos y cartas de un departamento a otro.

Aunque es descendiente directa de Calvino, nada de lo que oye o ve la sorprende. Nada le tienta tampoco, o por lo menos nada que sea obvio. Su pasión secreta (porque naturalmente tiene una) está bien oculta y sólo unos pocos la han percibido, entre ellos Jorge Luis Borges que, en 1955, cuando estaba casi ciego, fue nombrado director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

En el extremo sur de Ginebra, muy cerca del Ródano en su flujo de salida del lago, hay unas cuantas calles rectas, más bien cortas y estrechas, con edificios de cuatro pisos, construidos originalmente en el siglo XIX como apartamentos residenciales. Algunos se convirtieron más tarde en oficinas, otros siguen siendo utilizados como viviendas.

Calles archivo

Estas calles parecen pasillos que corrieran entre gigantescas estanterías de libros en una especie de biblioteca. Cada fila de ventanas cerradas, vista desde la calle, es la puerta de cristal a otra balda de una estantería. Las cerradas puertas delanteras de madera barnizada son los cajones cerrados de catálogos de la biblioteca. Tras las paredes de estas calles todo aguarda a ser leído. Yo las llamo las calles archivo.

No tienen nada que ver con los inmensos archivos reales de la ciudad de informes de comités, memorandos olvidados, resoluciones aprobadas, actas de un millón de reuniones, descubrimientos de investigadores desconocidos, peticiones públicas desesperadas, expedientes de alto secreto, primeros borradores de discursos con garabatos amorosos en el margen, profecías tan acertadas que tuvieron que ser enterradas, quejas sobre los intérpretes, e innumerables presupuestos anuales; todo esto está almacenado en otro sitio, en las oficinas de las organizaciones internacionales. Lo que aguarda a ser leído en las estanterías de las calles archivo es privado, sin precedentes y casi ingrávido.

La Rue de la MaÃtresse es una de esas calles. Borges vivió allí en un hotel durante los últimos seis meses de su vida. Había decidido que no quería morir en Buenos Aires, sino en Ginebra, la ciudad que, como le gustaba decir, era una de sus patrias chicas.

Setenta años antes, en el verano de 1914, cuando Borges tenía 15 años, su familia, que había venido de visita desde la Argentina, se vio atrapada en Ginebra por el estallido de la guerra, y él fue a la escuela en el Instituto Calvino. La familia vivió durante cinco años en la Rue Ferdinand Hodler, que es otra calle archivo, no muy distante de la antigua sinagoga. Si pasean por la calle, observarán sus puertas y ventanas que se envían señales unas a otras, percibirán los secretos metódicamente dispuestos que aguardan discretamente a ser develados algún día.

La pasión de Ginebra es descubrir, catalogar y comprobar lo que se ha dejado de lado. No es de extrañar que sea corta de vista. ¿Y qué le aporta su pasión secreta? ¿Qué es lo que mitiga? Satisface su curiosidad insaciable.

Ante cualquier situación, por muy escandalosa que sea, es capaz de murmurar "lo sé" y añadir después con gentileza: Siéntese ahí, veré qué puedo traerle.

Tuve un encuentro en Ginebra con mi hija Katya. Tenía que recogerla en las oficinas del periódico donde trabajaba y luego íbamos a ir a dar una vuelta en coche por los viñedos que bordean el Ródano. Era junio y hacía calor. 

Tomemos antes un café en la cafetería italiana de la esquina, dijo ella.

Encontró un lugar en pleno sol. Yo me senté a la sombra. Charlamos mientras tomábamos el café, y luego ella dijo: Mira esos árboles, ahí es donde está enterrado Borges. Vamos. Hemos hablado de ello a menudo, pero nunca lo hemos hecho.

El cementerio tiene amplias praderas y árboles altos. A primera vista apenas se notan las tumbas. Un cementerio muy exclusivo llamado La Cimitière des Rois.

Los pájaros cantaban obedientemente entre el ramaje. Las tumbas son principalmente de eminentes artistas locales o de catedráticos universitarios. Emanan un cierto aire de suficiencia. Sus fantasmas, supongo, llevarán toga. Un zorzal pisaba melindroso la hierba recién cortada. Pedimos a un jardinero, que resultó ser bosnio, que nos indicase la dirección.

Por fin encontramos la tumba en un rincón alejado. Ningún adorno. Una lápida sencilla y un rectángulo de grava en el que estaba posado un cesto de mimbre que contenía tierra y un arbusto de hojas verdes pequeñas y muy oscuras que tenía bayas. Tengo que encontrar su nombre porque Borges amaba la exactitud de las listas; cuando escribía le daban la posibilidad de posarse, como un zorzal, en el lugar exacto que había elegido. Toda su vida estuvo penosa o escandalosamente perdido en política, pero jamás en la página que estaba escribiendo.

Tengo que justificar lo que me hiere
Mi fortuna o desdicha no importan
Soy un poeta.

El murió, proclamaba la lápida, el 14 de junio de 1986.

Los dos nos quedamos ahí de pie en silencio. Katya llevaba puesto un veraniego vestido estampado gris marengo y blanco. Afligido por su ceguera, él sólo habría visto un desdibujado borrón gris. Yo estaba sujetando mi casco negro en el que había metido los guantes.

El arbusto, según el jardinero bosnio, era un Buxus sempervirens. ¡Debí haberlo reconocido! En los pueblos de la Alta Saboya uno moja un ramillete de esta planta en agua bendita para rociar de bendiciones por última vez el cuerpo de un ser querido tendido en su lecho de muerte.

Cuando tenía 17 años, Borges vivió una experiencia en Ginebra que lo marcó profundamente. Sólo habló de ello mucho después con uno o dos amigos. Su padre había decidido que ya iba siendo hora de que su hijo perdiera la virginidad. En consecuencia organizó una cita para él con una prostituta. Un dormitorio en un segundo piso. Una tarde de primavera tardía. Cerca de donde vivía la familia. Quizás en la Place Bourg du Four, quizás en la Rue General Dufour. Borges pudo haber confundido los dos nombres. Yo optaría por la Rue General Dufour porque es una calle archivo. Y todas las calles archivo discurren más o menos perpendiculares al Ródano, y por ello son paralelas.

Cara a cara con la prostituta, el Borges de diecisiete años estaba paralizado por la timidez, la vergüenza y la sospecha de que su padre era cliente de la misma mujer. Su cuerpo le angustió a lo largo de su vida. Sólo se desnudaba en poemas, que, al mismo tiempo, eran sus ropas.

Siéntate ahí. Veré qué puedo traerte, dijo ella suavemente.

Quizá lo que Ginebra fue a llevarle, aquella tarde en la Rue General Dufour, cuando se percató del desasosiego de aquel hombrecito y después de haberse puesto un salto de cama sobre sus blancos hombros —el bronceado todavía no se había puesto de moda— era media página arrancada de un archivo.

Katya y yo nos acuclillamos junto a su tumba. Había un grabado en bajorrelieve de unos hombres en lo que parecía ser una especie de embarcación medieval, ¿o quizás estaban en tierra firme y era su férrea disciplina de guerreros la que les hacía permanecer tan cerca e inmutablemente juntos? Parecían muy antiguos. En la parte de atrás había otros guerreros sujetando lanzas o remos, confiados, dispuestos a cruzar cualquier terreno o aguas que tuvieran que cruzar.

Cuando Borges vino a Ginebra a morir, lo hizo acompañado de María Kodama. A principios de los años sesenta había sido una de sus alumnas que estudiaba literatura anglosajona y nórdica. Tenía la mitad de años que él. Cuando se casaron, ocho semanas antes de que él muriera, se mudaron del hotel de la Rue de la MaÃtresse a un apartamento.

Un guante olvidado

Este libro es tuyo, María Kodama. ¿Debo decirte que esta inscripción incluye los crepúsculos, el ciervo de Nara, la noche que está sola y las pobladas mañanas, las islas compartidas, mares, desiertos, y jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la aguda voz del muecín, la muerte de Hawkwood, algunos libros y grabados?

Sólo podemos dar lo que nos ha sido dado. Sólo podemos dar lo que ya es de otro...

Un hombre joven con su hijo en un cochecito pasó a nuestro lado mientras Katya y yo tratábamos de ponernos de acuerdo sobre el idioma en que estaban inscritas las palabras de la estela. El niño señaló con el dedo al zorzal que estaba en la hierba y el pájaro se adelantó pavoneándose; el niño se partía de risa, seguro de que había sido él el que había hecho moverse al pájaro. Le señaló otra vez. Y otra. El pájaro voló.

Las cuatro palabras en la parte frontal resultaron estar en anglosajón. And Ne Forhtedan Na. No hay que tener miedo.

Ahora se acercaba una pareja a un banco vacío que había un poco más lejos. Titubearon un poco y después decidieron sentarse. La mujer se sentó en las rodillas del hombre, de cara a él.

Es una pena, pensé, que no trajéramos ningunas flores para dejar a los pies de la tumba. Entonces, tuve una idea: en vez de flores, le dejaría uno de los guantes de piel que tenía metidos en mi casco.

El recuerdo de una mañana.
Líneas de Virgilio y Frost.
La voz de Macedonio Fernández.
El amor o la conversación de unos pocos.
Ciertamente son talismanes, pero inútiles contra
la oscuridad que no puedo nombrar,
la oscuridad que no debo nombrar.

Comencé a dudar. ¡Simplemente parecería que se le había caído a alguien! Un ajado guante negro, caído. No significaría nada. Olvídalo. Mejor vuelve otro día con un ramo de flores.

Katya me miró interrogativamente. Asentí. Era hora de irse. Volvimos paseando lentamente hacia la entrada, sin hablar ninguno de los dos.

Cuando llegamos a la moto, desenganché el segundo casco que había traído para ella. A punto de ponerme el mío, saqué los guantes. Faltaba uno.

Volveremos, debe habérsete caído, dijo Katya, sólo nos llevará un minuto.

Le conté lo que había pasado por mi cabeza mientras estábamos de pie junto a su tumba.

¡Le infravaloraste!, replicó ella, ¡le infravaloraste!

Metí el guante que me quedaba en el bolsillo y nos fuimos en la moto. Katya se abrió la visera y, apoyando su barbilla en mi hombro, preguntó: ¿Era el de la mano derecha?

No lo sé, grité.
No me sorprendería, dijo ella.

No me cerré la visera. A veces oyes hablar en las ráfagas de aire si llevas la visera levantada. Las voces de las propias palabras, o varias palabras fundiéndose en una sola voz. Cuando dejábamos atrás el pueblo, oí a Ginebra decir con su voz habitual, evasiva, sexy: Espera un momento. Veré qué puedo traerte...


Fuente : Revista Ñ - Clarin
Sábado 21 de febrero de 2004





Gastón García
BORGES EN LA CIUDAD 
DE LOS REYES MUERTOS

Llego a Suiza en plena tormenta de nieve. El avión se mueve y Jennifer sonríe como sonríen todas las azafatas, con clara excepción de las de Iberia. Dos mujeres de mi lado, impávidas a los sacudones, no dejan de pedir y comprar cosas: revistas, perfumes, chocolates. Yo ni grito ni pierdo la calma, soy un hombre valiente. Busco a Jennifer para que sonría. No te confundas, me digo, es mera cordialidad comercial. Pretendo ser un hombre sensato.

Cada vez que vuelo pienso en la posibilidad de que el avión se estrelle. Es algo bastante normal: según una estadística de la Boeing, un 20 por ciento de las personas desisten de embarcar en los últimos minutos. No tengo miedo, no, pero no quisiera un final así. Dicen que la muerte en un accidente aéreo es un exceso mortal. Este avión a los saltos provoca cierta discrepancia tácita con mi propio destino: yo, a diferencia de Borges, no vengo a Ginebra para morir.

Imagino ahora el avión reventado en plenos Alpes, sin sobrevivientes, con nuestros cuerpos desgarrados, en medio de la nieve. Imagino partes del joven y bello cuerpo de Jennifer entumecidas en el hielo. En mi conjetura de la tragedia no hay sobrevivientes; sólo algunas pertenencias, intactas botellitas de perfume, una revista Hola y poco más.

Pero por suerte estamos llegando vivos y a salvo. Aterrizamos en el aeropuerto de Ginebra, donde por una puerta se sale a Francia, por la otra a Suiza. Una vez en tierra firme quiero dejar de pensar en la muerte, pero rumbo a la aduana, en la fila de al lado, una joven lee Sissi, la emperatriz. Pensé que ya nadie leía esos libros y recordé que Sissi, emperatriz de Austria y reina de Hungría, también vino un día a morir a Ginebra. Una mañana de septiembre, entre el tumulto de la gente, fue acuchillada al salir de su hotel.


No es la primera vez que llego a Ginebra con la única intención de dar una vuelta por la tumba de Jorge Luis Borges, la que nunca –por una causa u otra– pude visitar. Borges no quiso ni pudo soslayar el destino de algunos hombres de su país. Morir lejos, lejos de una patria que expulsa, que escupe arriba. Y una vez muertos, perseguidos por los vivos.
La familia de Borges llegó a Europa para que su padre se curara una incipiente ceguera. De buena posición económica, aunque no rica, viajó en el mismo barco en el que las patricias familias argentinas llevaban sus propias vacas, por si en Europa no hubiera leche de la buena. Era 1914, y en Sarajevo asesinaban al archiduque Fernando y a su esposa. Los alemanes invadían Bélgica. Los Borges, ignorantes del contexto, viajaron a Ginebra y allí se quedaron atrapados por la guerra varios años. Mientras el conflicto ceñía Suiza, Borges leía Crimen y castigo de Dostoievski. Tiempo después declaró: “esa novela, que tenía por héroes a una prostituta y un asesino, me parecía mucho más pavorosa que la guerra que nos rodeaba”. Tuvo que excusarse tantas veces: “Éramos tan ignorantes en la historia universal...”
Esta ciudad cobijó al pequeño Borges y al Borges anciano. Reconoció haber sido feliz aquí, contra tantas infelicidades bonaerenses. Siempre destacó a Ginebra como un “lugar propicio a la felicidad”. “Su patria íntima”, la llamó. Aquí aprendió latín, griego, francés, alemán y la amistad. A sus amigos les enseñó a jugar truco y en el primer partido, suerte de principiante y descortesía, lo dejaron sin dinero.
La familia se instaló en un apartamento del primer piso del número 17 de la calle Malagnou, frente a la iglesia rusa (hoy esta calle se llama rue Ferdinand Hodler, en honor al pintor suizo). En su habitación, desde la que se veía la catedral de Saint-Pierre, el niño Borges atesoraba sus juguetes más preciados: libros, libros, un caleidoscopio y libros. A través del caleidoscopio las imágenes se ven duplicadas, triplicadas; es posible apreciar mundos reflejados, un pequeño universo, un universo infinito. Borges lo llamaba un aleph. ¿Su Rosebud?
Junto a las vacas de los ricos, los Borges cargaban cajones con libros argentinos: el Facundo de Sarmiento; obras de Eduardo Gutiérrez, Evaristo Carriego, Hilario Ascasubi, Leopoldo Lugones... En un francés recién aprendido leyó a Daudet, Zola, Maupassant, Hugo y Flaubert. Practicó el alemán con Meyrink, Kant y el Lyrisches Intermezzo de Heine, que lo convenció de ser poeta en su propio idioma. Esos mismos días, los rusos y los ingleses encandilaron al escritor, especialmente Thomas Carlyle, De Quincey, Chesterton. En su primer cumpleaños en Ginebra pidió de regalo una enciclopedia germánica. Jorge Luis Borges tenía quince años.
Por las calles subibajas de la Vieille Ville, un diminuto Georgie –como lo llamaba su familia–, miope y temeroso, quiso saber del sexo, pero asimiló a Schopenhauer. Su padre, secreto frecuentador de burdeles, un día preguntó a su hijo si alguna vez había estado con una mujer. Con toda la timidez del mundo, respondió que no. Le dio una dirección, un día y una hora determinada, donde debía presentarse para que se ocuparan de él. Sus peores biógrafos especulan que no hubo otro encuentro similar durante treinta años. A los 45 años, Borges no sabía cómo enfrentarse a eso que Freud y los demás llaman pulsión sexual. Se hubiera muerto ante la sonrisa de Jennifer.
Recorro las callecitas de Ginebra para perseguir el halo que desprenden los mitos. Por aquí caminó Cortázar (también siguiendo a Borges), en este lujoso hotel se hospedó Bioy Casares. Esta escuela la fundó Calvino (el College donde estudió Borges). En esta casa vivió Rousseau. Ay, argentinos, ¡qué seríamos sin los muertos!
Cruzo el Ródano, y por la zona de los periodistas, llego al cementerio de Plainpalais, el cementerio de los reyes. Mi guía de Ginebra se reduce a una guía de este cementerio. Puro necroturismo argentino, visita de tumbas; turismo posmoderno, el de cerciorarse in situ de imágenes conocidas de memoria.
Si Borges alguna vez pidió para su lápida “las dos fechas abstractas/ y el olvido”, sé que en ella, piedra gris de Punilla, hay secretos, juegos, acertijo, ironía, amor. De todo, menos el quimérico olvido. Lleva grabado su nombre y las dos fechas (1899-1986), una cruz de Camelot y, dentro de un medallón, siete guerreros vigilantes con las armas rotas. Puede leerse: “and ne forhtedon na” (algo así como “y no deberás temer” en sajón antiguo). Al reverso, están tallados dos versos de la Völsunga Saga, saga noruega del siglo XVIII: “Hann tekr sverthit Gram ok/ leggr i methal theira bert”, “Él tomo su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”. Los versos aluden a las noches en que el héroe comparte lecho con una mujer, y para no tocarla, coloca la espada (Gram, las espadas llevaban nombre) entre ellos. Debajo de los versos, la dedicatoria “De Ulrica a Javier Otárola”. Y una nave vikinga con su vela desplegada surca la piedra. Algunos vieron un misterioso mensaje final. Los que leyeron a Borges saben que no hay tal enigma. Los versos preludian el cuento “Ulrica”, de El libro de arena (1975). El relato es aquel que dice que “no había una espada entre los dos [...] secular en la sombra, fluyó el amor”. Está dedicado a María Kodama (Ulrica), la mujer con la que se esposó ocho semanas antes de morir.
Sé de esta tumba tanto como si la hubiera visto. Sé la refinada disposición del cementerio y los caminos que me llevan al sepulcro del escritor. Leí cientos de veces cómo llegar a la número 735, entre las de Calvino y Kipling.
Cuando llego, veo por la puerta tumbas y tumbas.
Pero de lejos no se ve nada.
El cementerio está cerrado por vacaciones.
Subo al sosegado tranvía ginebrino y a mi lado una mujer me sonríe. Se llama Popó, me dice en el suave francés de los suizos. Se refiere a su mascota, una rata blanca que lleva en el hombro bajo el abrigo. La rata va y viene y cuando asoma por su cuello, la mujer la besa, y me sonríe. Sonrío por las dudas, pero me bajo y me detengo en la costa del Ródano. El frío azota la ciudad de los reyes muertos. Miro el río esperando encontrar un reflejo, y sólo encuentro las luces de un banco árabe. 


Fuente : Letras Libres - Mexico
Gastón García
Mayo 2010




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